Aún recuerdo
la primera vez que vi a Dunia.
Estaba sentada en el piano de la Escuela de Arte, con su pelo rubio y largo, moviéndose al compás de unas manos que
recorrían hipnotizadas las teclas del instrumento.
No supe en ese momento que sería mi amiga
eterna, tampoco sabía que por designios de la vida en algún momento la dejaría
de ver. Y no se trata de muerte, Dunia es demasiado grande para morir.
Dos
océanos nos separan físicamente. Hace apenas unos días se fue sin mirar atrás,
o miró hacia atrás y con razón y en secreto se alejó de sus seres queridos.