Recuerdo la
primera vez que leí un poema de Gabriela Mistral como una de las experiencias más
exuberantes y desconocidas de mi vida.
Esta suerte de
lectura me hizo buscar, investigar y, de manera precipitada pero no errada,
declararme admiradora eterna de su obra y de ese nombre tan peculiar que
todavía hoy recuerdo con precisión: Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy
Alcayaga.
Conocida
mundialmente por su pseudónimo, esta increíble poetisa nació el 7 de abril de
1889 en Vicuña, ciudad chilena que hoy posee un museo dedicado a ella.
Sin embargo su
amado pueblo, como Gabriela decía, era Montegrande y así lo demostró hasta el
día de su muerte cuando donó parte de su dinero a los niños pobres de este lugar.
La decisión de
perpetuar su esencia con otro nombre resultó de la admiración por los poetas
europeos Gabriele D'Annunzio y Frédéric Mistral, que quedaron referenciados en
su prolífera literatura.
Su paso por la
tierra estuvo marcado por varios desempeños, pero ninguno gratificó más a esta
artista de las palabras que el don de escribir.
Esta hija
humilde de Juan Gerónimo Godoy y Petronila Alcayaga Rojas, se granjeó el
reconocimiento de su pueblo y de los más exquisitos lectores, tanto así que fue
la primera persona de América Latina en
obtener el Premio
Nobel de Literatura en 1945.
Pero, al
parecer, el talento con la pluma no fue resultado de una simple casualidad de
la vida. De sus palabras se interpreta que la tinta de poeta viajaba por su
cuerpo.
Según el texto
Gabriela Mistral pública y secreta de Volodia Teintelboim,
la escritora expresó: “Esos versos de mi padre, los primeros que leí,
despertaron mi pasión poética”.
Los Sonetos de
la Muerte le
garantizaron su primer gran triunfo en los Juegos Florales de 1914. Según los estudiosos de su vida y obra estos
textos evidencian el profundo pesar que ocupaba su alma, tras el suicidio de un
amor de juventud.
“Cualquiera
que no fuese Gabriela, hubiera fracasado o hecho el ridículo en el empeño de
llevar al terreno poético el lamentable suceso. Pero no ocurrió así, porque
esta poetisa, como era de oro puro, resistió la prueba de fuego y no solo salió
indemne, sino nimbada de dignidad y gloria”, afirmó la escritora cubana Dulce
María Loynaz.
Este mito la
acompañó toda su existencia al igual que la sensibilidad de sus palabras hacia
los niños.
Gabriela era
para los infantes, y ellos constituían el universo de trigo, luna y manos
blandas de la Mistral;
por eso muchas de sus obras evocan la maternidad y el sentimiento de disfrutar
la niñez de un crío.
Ejemplo de
esto es su poema La Casa
en el que expresa con respecto al pan: “Lo partimos hijito, juntos/ con dedos
duros y palma blanda/ y tú lo miras asombrado/ de tierra negra que da flor
blanca”.
Aunque su
creación literaria descansa con regularidad en este tópico, no es justo
reconocerla únicamente, como la poetisa madre de todos los niños y, a la
vez, de ninguno.
Gabriela es
mucho más que tristeza, infancia y dolor. De su pluma brotaba una determinación
por temas insospechados que no menguaba.
Así lo
contó su secretaria Laura Rodig en una entrevista: “ … el siete de abril de
1919, el día en que Gabriela Mistral cumplía 30 años, me obsequió algo muy
curioso. Cuarenta libretas de tapas firmes y flexibles, Gabriela le fue dando a
cada una un destino. Escribió sobre: los ríos de Chile, los pájaros de Chile,
hierbas medicinales, etc.”.
En la búsqueda
de espacios que le propiciaran alimento para el alma, visitó hospitales,
prisiones y poblaciones intrincadas. Todo esto con el firme propósito de
escribir sobre aquello que rodeaba su experiencia de vida.
Aún en los
momentos más oscuros de su habitar por este mundo, “la Mistral” no dejó de
traducir los problemas de la compleja existencia humana.
Al decir del
escritor mexicano Guillermo Lagos Carmona: “Ella demuestra constantemente su
interés por los conflictos humanos, y tiene presente que la misión del artista
es contribuir a encontrar un camino de luz en medio de la selva oscura en que
se debate la humanidad”.
Esta travesía
por los parajes del ser la llevó a visitar innumerables países que aportaron
significativamente a su carrera, tal es el caso de Francia, México y Cuba.
Este último
resultaba lugar especial para ella, puesto que abrigaba la vida, y la muerte de
José Martí, uno de los escritores más influyentes en su obra.
“La lengua de
Martí”, una conferencia inolvidable impartida por ella en el año 1931, recoge
estas ideas: “En Martí he hallado como en ninguno, la palabra viva, aquella que
se siente tibia de sangre recién vertida, a la par que una frescura como de
hierbas de rocío: la frescura de un corazón que fue puro”.
En otra
ocasión escribió: “Martí es el caso de un embrujador de almas. Él gusta al niño en su libro
infantil; él enciende al mozo y él conforta al viejo, y por esta condición es
que dura sin perder un ápice la anchura de su reino”.
Tanto fue su
amor por el Apóstol que en 1953 con motivo de su centenario retornó a Cuba.
Sobre el
encuentro, el periodista Ángel
Augier referenció: “Alta, austera, serena, llega de nuevo a Cuba Gabriela
Mistral, ansiosa de decir personalmente su recado al oído de José Martí, en su
cumpleaños, en el centenario de aquel a quien ella ha llamado el hombre más
puro de la raza”.
Entre tanta
grandilocuencia, enero la recuerda, tal vez con tristeza o, como decía ella,
con esa felicidad de quien llora con bondad.
Hoy nos separan 57 eneros de ella. Al decir de
Volodia Teitelboim, la Mistral:
“Se mueve sin la soberbia y la arrogancia de los grandes tirajes de nuestro
tiempo comercializado”.
Aún cuando los días vuelen no existe término
para tanta sensibilidad; su palabra quedó tatuada en la pupila de los miles de
hombres y mujeres que una vez leyeron a Gabriela
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