Convocan
a reunión y decido no asistir. Por vez primera decido callar lo que pienso para
no agitar el cielo y crear nubes negras. Sin embargo queda el vacío en el
pecho. Mi vocación de periodista no me permite el silencio, pero en esta era de
violencia y golpes, cedo a la corriente de personas mudas y ciegas.
Cuestiono
mi función social en un ejercicio de auto-reconocimiento: ¿no es el reportero
vocero por excelencia de todas las causas y la espada contra las injusticias?
La respuesta encontrada no me satisface. Alguien
dice: ¡Lourdes, déjate de boberías y no digas nada que nos vas a meter en
problemas!
Ahí comienza mi dilema moral. Por desgracia, esta
frase la escucho más de lo que quisiera. A diario cuestiones sencillas toman
tamaños monstruosos y se convierten en puños de acero dispuestos a derribar
todo a su paso.
Una discusión amigable no constituye vía; los
hombres y mujeres de hoy necesitan reafirmar su carácter y “valía” y la mejor
manera de demostrarlo es recurrir a la
violencia, no importa si en ello se pierde la vida.
Entonces ese alguien que habló dice: ¿Viste
por qué no debías emitir criterios?, y sin querer creo, termino callada y busco
a la persona encargada de las soluciones, pero ese individuo no recuerda. Decidió
olvidar a conveniencia.
Nuevamente medito. Si todas las personas del
mundo se quedan mudas ante la violencia, las indisciplinas sociales y los
delitos ¿Qué somos?
Me niego a ser una cobarde, a la autocensura y
a defender mi instinto de conservación. Desecho la idea de permitir que el
mundo acabe a mi alrededor porque no es problema mío. Si algo me molesta entonces
me atañe.
Declino a vivir con la sospecha del ¿quién
será?, porque contrario a lo dicho por Buena Fé en su última canción, la maldita
culpa sí la tiene alguien.
Entonces no me uno a los coros mudos. Mi
camino es hablar, dialogar y cuestionar,
aún cuando en esta era de golpes y ataques cada paso suponga un riesgo.
La vía del periodista, del ser humano
consciente y del hombre revolucionario en concepto moral, es la reclamar
derechos y emitir juicios a gusto y disgusto de dirigentes, funcionarios y
demás integrantes de la sociedad.
Nunca dormirá tranquilo quien agache la cabeza
ante un abuso, baje la mirada, justifique una acción detrás de la palabra error
y perdone la falta amparado en la filosofía de la supervivencia.
Aunque esta sea una conducta normal en la
actualidad no es conveniente sentarse a esperar una foto que no reflejará el
carácter crítico del entorno. La pérdida de valores no espera al próximo siglo,
en una tarea casi urgente degrada, erosiona y arrastra las pocas cosas
salvables del alma.
Al final, detrás de la disculpa fingida,
vendrá la mano culpable dispuesta a levantarse para otro agravio, porque no
importa la dimensión del daño si este permanece en silencio y oculto entre los
cobardes.
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